El flamenco va conmigo desde siempre.
En Sevilla se respira el arte jondo en los rincones más insólitos (que no en todos los rincones, como dice el tópico).
De pequeña, llegaba a mis oídos de niña ocupada en sus juegos el cante rancio que cada mediodía, antes del parte, emitía un viejo transistor que mi padre colgaba en la cocina. Mairena cantaba por soleá mientras se cocía el guiso y Manolo Caracol remataba la faena a la par que se freían los pimientos. En fin, que era la música de fondo, esa rutina a la que apenas si se presta atención.
Pero fue después, ya de mocita, cuando por primera vez algo me hizo tilín escuchando cante. Y ese paso de lo rutinario y ajeno a lo realmente conmovedor se produjo de la mano de Camarón. Su metal de voz, nuevo y añejo a la vez, me sacudió el alma. Ese gitano joven y guapo, al que rodeaba un aura de misterio –ya casi un mito en vida– fue el puente con el que atravesé a la otra orilla: a ese nuevo universo del flamenco que allí me estaba esperando, sin yo saberlo aún.
Por cierto, uno de los recuerdos más emotivos que conservo es mi personal descubrimiento de La leyenda del tiempo. En la minúscula salita de mi piso de Pío XII, ponía una y otra vez el elepé del revolucionario gitano que fumaba de perfil en la foto a contraluz de la portada en blanco y negro. Las páginas de los manuales de estudio dejaban de tener sentido en las madrugadas en vela, cuando el de La Isla desgranaba versos de García Lorca acompañado por bajo (sí, bajo eléctrico), teclado y guitarra eléctrica, tocados por los componentes del grupo Alameda; la flauta de Jorge Pardo y el sitar de Gualberto; las percusiones de Rubem Dantes y Tito Duarte, entre otros. Pero además estaban las flamenquísimas guitarras de Raimundo Amador y de Tomatito.
Aquello era “partir la pana”. Una revolución, un escándalo.
Además, a los poemas de Lorca -tan conocidos y a la vez tan sorprendentes así cantados- se alternaban otros del sevillano Fernando Villalón y hasta del poeta persa del siglo XI Omar Jayyam:
Tú eres el triste palacio
donde cien príncipes soñaron con la gloria
donde cien reyes soñaron con el amor
y se despertaron llorando.
Por no hablar del primer tema que da título al disco y que abre la grabación a son de palmas redobladas. Los versos que siguen, publicados por Lorca dentro de su drama vanguardista Así que pasen cinco años (1931), ya están ligados indisolublemente en nuestra memoria auditiva a esa melodía y dinamismo rítmico que les otorgó Camarón:
El sueño va sobre el tiempo,
flotando como un velero,
nadie puede abrir semillas
en el corazón del sueño.
La primera emoción fue de asombro y sorpresa, y después… me quedé literalmente hipnotizada. ¡Qué deleite para los sentidos!
La verdad es que sobre ese disco se han escrito ríos de tinta. Que si al principio no tuvo buena acogida entre la afición, que si Camarón llegó incluso a sentirse preocupado y casi a regañar a su productor –Ricardo Pachón, autor del proyecto– por haber osado tanto… el caso es que hoy podemos decir que tan bendita osadía ha cambiado el rumbo de la historia del flamenco.
Se habló de fusión del flamenco con el rock, con el pop o con el rock andaluz … Dejo a los críticos desembrollar tan enredada madeja. Yo me limito a dejar testimonio de lo que para mí y otros muchos supuso la aparición de este disco. Si hacer música es sorprender, emocionar y poner los vellos de punta, el álbum en cuestión lo consiguió con creces. Además, creo que tiene el inmenso mérito de haber acercado al flamenco a muchos profanos en la materia, actuando como puente entre nuestro arte y otras músicas. Abrió nuevos horizontes y mostró el flamenco fuera de sus confines, y esa gran aventura solo podía protagonizarla Camarón.